sábado, 25 de octubre de 2014

Entre el amor y el odio

Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora

Es un clásico del cine policiaco: el “bueno” que persigue al “malo” de la película termina por admirarlo. Por ahí va la cosa en La dictadura perfecta de Luis Estrada. El malo es, claro, el sistema encarnado en dos estereotipos: un gobernador corrupto y el director de “cierta televisora”. El bueno es, faltaba más, el maestro Luis Estrada, quien caricaturiza la compleja situación del país en un tenor que hoy resulta tan inocente que recuerda el Calzonzin Inspector que dirigió Alfonso Arau en 1974, aunque con una producción mucho mejor.

Ahora, en tanto caricatura, resulta lógico que el gobernador corrupto caiga bien. Además, Damián Alcázar (nuestro Góber Precioso) es extraordinario actor. Prácticamente toda la comedia recae en su simpatía, un problema cuando lo que se pretende es criticar al statu quo. Además, Estrada enfrenta a Alcázar con otro actor admirable, tanto, que como malo resulta más bien bastante bueno: Tony Dalton es el ejecutivo de altos vuelos en TV MX, así, nada de Televisa, nada de Televisión Azteca. ¡Ah! Qué lejos parecen hoy los días en que Estrada consiguió que el gobierno le patrocinara La ley de Herodes con todo y que decía PRI, así con sus tres letras sobre fondo tricolor. ¿Qué le pasó a Estrada que ahora no solo dice PRI, también PAN y PRD, pero se niega a decir Televisa o TV Azteca? La respuesta está quizás en aquel refrán de que entre el amor y el odio hay un paso. Veamos: el ejecutivo-cuyo-nombre-no-se-pronuncia es muy amigo (se sabe) de Tony Dalton. Es evidente que Dalton se las arregló para hacer una caricatura de su amigo sin que nadie saliera ofendido, pero la cosa no para ahí: el “malo” en cuestión resulta ser el único que en toda la película tiene cerebro y, aunque Estrada no se haya dado cuenta, también ética y moral. En efecto, el ejecutivo es quien lanza esta frase editorial que no por sobada es menos cierta: “A este país se lo va a llevar la chingada.” Con semejante sabiduría, dinero, chicas guapas y poder, no dudo que haya más de un adolescente que legítimamente se identifique con este ejecutivo de “cierta televisora”. Al menos Estrada lo hizo. Y que conste que adolescente no es.

Total, que a La dictadura perfecta hay que disfrutarla con calmita para ver que el jefe cuyo nombre no se pronuncia está muy lejos de ser un “malo” que hay que denunciar. En la vida real, el ejecutivo al que caricaturiza Dalton no solo no es malo, es simplemente un empresario tan inteligente que sí, uno termina por admirarlo. Aclaro de una vez que al dueño de TV MX, el Perrito Estrada no se atreve ni siquiera a tocarlo: “el jefe está en una junta”, dice Dalton cuando el Góber Precioso quiere hablar con él. En fin, que La dictadura perfecta no solo demuestra que entre el amor y el odio hay un paso sino, también, que entre Estrada y autores como Oliver Stone, Costa-Gavras o el mismo Arau (antes de que comenzara a hacer el ridículo) hay un gran paso. Triste que el autor de La ley de Herodes se haya vuelto una institución tan predecible como esa dictadura que dice criticar.
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La dictadura perfecta. Dirección: Luis Estrada. Guión: Luis Estrada y Jaime Sampietro. Fotografía: Javier Aguirresarobe. Con Damián Alcázar, Tony Dalton y Osvaldo Benavides. México, 2014.

sábado, 18 de octubre de 2014

El tesoro perdido

Fernando Zamora
@fernandovzamora


Hace tiempo que quiero escribir un texto que solo pueda entender quien haya visto la película. Gone Girl ofrece esta oportunidad.
Gone Girl tiene algo de Something About Mary aunque a primera vista no lo parece. 

Vamos, Something About Mary es una comedia y Gone Girl es un thriller, pero yo no creo en esta clase de géneros y sospecho que David Fincher tampoco. Estoy convencido de que esta película tiene que verse con buenas dosis de sentido del humor. Así, será fácil notar que sin duda, hay “algo” en Rosamund Pike; un “algo” que enloquece a los hombres. Ella es tan perfecta que resulta lógico que la locura se dé vueltas siempre cerca de su cabello rubio y sus ojos azules. El tono de ambas películas es distinto, claro, pero quien haya visto Gone Girl debe concederme que ese “algo” del que goza Amazing Amy, heroína de las niñas bobas de los Estados Unidos, cuando decide sentar cabeza y casarse con un hombre más bien rural, tiene que salirse fuera de control. Como con Mary, cuando un hombre comete el error de enamorarse de Amy, enloquece. Y enloquece textual.

Pero Gone Girl tiene también algo de Plein soleil, esa película francesa que dirigió en 1960 René Clément.  Uno quiere que el sociópata se salga con la suya, que venza y nos dé a todos el placer de ver a la burguesía subyugada frente a la inteligencia. En Plein soleil, Alain Delon interpretaba a un extraordinario señor Ripley que por desgracia varios años después reinterpretó Matt Damon en clave homoerótica. La adaptación de la novela de Patricia Highsmith que dirigió Minghella en 1999 es absolutamente prescindible, pero afortunadamente para los amantes de Fincher su Gone Girl recuerda el Plein soleil de los sesenta. Y los valores burgueses giran como en un barril colina abajo. ¡Viva el malo de la película!

También hay algo aquí de What Ever Happened to Baby Jane. No se trata solo de ese misterio psicológico que tanto soban los críticos, no. En la película de Aldrich había unas hermanas que, creo, se amaban sinceramente. En Gone Girl Fincher juega con esta clase de amor. Y es que a pesar de lo que pudiesen creer los biempensantes, estoy convencido de que el matrimonio Dunne se ama todo lo que puede. ¿Que son retorcidos? Es cierto. 
Los amantes de la dulzura de un cine como el que hacen Robert Aldrich y David Fincher tienen que ser un poco retorcidos también.

Lo más sorprendente, sin embargo, es que también hay algo aquí de David Fincher, el director. En efecto, Se7en era macabra hasta el extremo. No había nada de qué reírse. Era una película que más que sangrienta resultaba triste. Gone Girl, con todo y los sicópatas que pueblan la película (o tal vez gracias a ellos), es el reverso de Se7en y, claro, uno sale lleno de preguntas pero con excelente buen humor.
Hay en Gone Girl un matrimonio que para celebrar su aniversario cada año juega “la búsqueda del tesoro”. El tesoro es en sí mismo la búsqueda, de modo que la belleza de esta película radica en que solo quien sepa lo que el tesoro es puede, cabalmente, apreciarlo.

Gone Girl (Perdida). Dirección: David Fincher. Guión: Gillian Flynn. Fotografía: Jeff Cronenweth. Música: Trent Reznor y Atticus Ross. Con Ben Affleck, Rosamund Pike, Neil Patrick Harris y Tyler Perry. Estados Unidos, 2014.

sábado, 11 de octubre de 2014

Los diablos y la belleza

Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora

Que la moda está a la altura del arte quedó demostrado en Prêt–à–porter de Robert Altman (1994). Por desgracia, la nueva versión sobre la vida de Yves Saint Laurent se inserta más en el terreno del biopic y, como es de esperar en un director con una filmografía específica, un biopic de corte homoerótico en que más importa la sexualidad de los protagonistas que sus artes en el mundo de la alta costura. Esto no significa, claro, que la película carezca de virtudes que van más allá del morbo. Yves Saint Laurent es apta para cualquier amante de las artes audiovisuales de Francia: esas de imagen perfecta en pose Vogue y una historia que se desarrolla con suficiente lentitud como para abrazar una fotografía que (ahí sí) va bien con el arte de Saint Laurent: imposible no fascinarse con esa luz que delinea rostro y telas.

Es de notar, sin embargo, que aquí el héroe es héroe porque se apellida Saint Laurent y es necesario que uno lo admire previamente o que esté más interesado en la forma descocadamente francesa en los protagonistas se seducen para interesarse a profundidad. 
A menudo la historia se atasca y, al menos para los estándares del entretenimiento, promete mucho y paga poco. Hay además en la narrativa un saborcito oficialista que se debe quizás a que el director eligió, del libro en el que se basa, los temas más frívolos en la historia de un genio que tuvo fama de tantas cosas que a menudo resulta difícil discernir lo que es historia de lo que es publicidad.

Comenzaba este texto con la mención del filme de Altman porque uno esperaría que, en homenaje a una personalidad tan fascinante como la de Yves Saint Laurent, el director Jalil Lespert hubiese puesto más énfasis en el Arte (así, con mayúsculas), en un proceso creativo que (cuenta la leyenda) llevaba al diseñador francés al éxtasis, como uno de esos pintores medievales que, en lucha con sus demonios, sus amores y sus dones, conseguía una furtiva imagen de Dios. Lo que aquí se cuenta es lo que todos saben, que Saint Laurent consiguió imponer su gusto a los ricachones capaces de comprar sus obras y aun a la clase media que en la década de 1980 trató de imitar la exuberante sencillez de trajes y vestidos que exigían ya en aquellos tiempos cuerpos tan delgados como las corbatas del genio, cuerpos sometidos a la tortura de una perfección imposible.

En fin, que más que de Prêt–à–porter de Altman, Yves Saint Laurent está cerca de aquella Coco avant Chanel que en 2009 dirigió Anne Fontaine. Allá tampoco se llevaba la moda al terreno del arte y todo quedaba en un chisme tan frívolo como esas revistas que venden belleza imposible sin reflexionar en los demonios que aquejan a quienes realmente la ven encarnarse en el trabajo obsesivo de un monje medieval que aspira a Dios pero vive rodeado de tentaciones.
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Yves Saint Laurent. Dirección: Jalil Lespert. Guión: Jacques Fieschi, Jérémie Guez, Marie–Pierre Huster y Jalil Lespert, basados en el libro de Laurence Benaim. Fotografía: Thomas Hardmeier. Música: Ibrahim Maalouf. Con Pierre Niney, Guillaume Gallienne y Charlotte Le Bon. Francia, 2014.

sábado, 4 de octubre de 2014

Carácter mediterráneo

Por: Fernando Zamora

Resulta interesante notar que al tiempo que el mundo se une en bloques económicos (gracias a la solidaridad de la avaricia), crecen regionalismos vivos desde el medievo. La reflexión viene a cuento en el contexto de La gran familia española, una película del madrileño Daniel Sánchez Arévalo que, a pesar de su pretendida universalidad, resulta francamente localista.

Visto que Sánchez Arévalo nació en Castilla y que el cine de su país goza de tan buena factura, uno podría pensar que cuando digo que La gran familia española es cine localista, estoy diciendo “cine español”, pero no. Los temas, los colores y, en fin, el sabor de la película es más amplio: sabe a Mediterráneo. Así, aunque todo sucede en uno de esos pueblos de rocines flacos, los adolescentes que aquí se enamoran, los amigos y, en suma, la gran familia del título, tienen carácter mediterráneo.

Con todo lo anterior es justo definir qué entiendo por esta clase de cine. En la tierra en torno a este mar que ha bañado tan distintas culturas hay un arte que lanza preguntas acerca de la belleza, la sexualidad y las normas sociales; acerca de la tradición, el amor y la comida. En tono mediterráneo han realizado cine Teo Angelopoulos, François Ozon y Ferzan Ozpetek. Aun Fellini (en Amarcord, por ejemplo) tuvo sus momentos en que más que italiano, europeo o universal era eso: mediterráneo.

Este cine se caracteriza, como su comida, por un gustillo por vivir que no esquiva los sabores amargos. Está hecho de historias hermosas, de esas que tienen que ser contadas con una fotografía espectacular, atardeceres muy azules, soles dorados como las pieles de las muchachas que se recuestan al sol. Es cine que goza de una narrativa simple pero profunda. Sabrosa como un pan remojado en aceite de oliva con o sin quesos y vino tinto.

Ahora bien, habiendo escrito aquí que La gran familia española parece inscrita en la tradición mediterránea de artistas del tamaño de Angelopoulos o Fellini uno podría pensar que estamos hablando de una película imprescindible. No lo es. Como en toda cinematografía, hay obras mayores y menores. La de Sánchez es bastante menor y lo es, me parece, justamente porque a pesar de que la historia tiene los mejores ingredientes, hay en ella una pretensión muy hollywoodense. Digámoslo de una vez, el problema de Sánchez Arévalo es, como el de tantos cineastas mexicanos, que mirando estupefactos hacia California son incapaces de retratar la cultura de la que están rodeados.

La gran familia española juega con referencias a Seven Brides for Seven Brothers. Y lo hace, supongo, porque la crítica europea y latinoamericana (Angelopoulos opina, y yo también, que el cine de Europa y el de América Latina pertenecen a una misma tradición) ve con agrado las referencias al cine más frívolo de Estados Unidos. ¿Por qué?, me pregunto. Y no encuentro una respuesta. Es verdad que en California se han hecho grandes comedias, pero mirar a Hollywood con nostalgia desde el Mediterráneo me parece tan innecesario como buscar hamburguesas en la Rivera Provenzal.



La gran familia españolaDirección: Daniel Sánchez Arévalo. Guión: Daniel Sánchez Arévalo. Fotografía: Juan Carlos Gómez. Música: Josh Rouse. Con Antonio de la Torre, Roberto Álamo y Quim Gutiérrez. España, 2013.