viernes, 25 de mayo de 2012

Dúo



Por: Fernando Zamora

My week with Marilyn está construida con base en tensiones binarias: Marilyn Monroe es la estrella que quiere volverse actriz, Laurence Olivier es el actor que quiere volverse estrella. Este es el ejemplo más evidente de la tensión entre opuestos que teje Adrian Hodges, guionista que hizo oficio en el arte de las series televisivas. Hodges mismo es polo en estos opuestos: la abundancia poética del recurso fílmico complementa la sólida precisión del recurso televisivo. Hay aquí gran cine. Algo vibra, un embeleso que además nos pone al borde del asiento.

Michele Williams ha conseguido su mejor papel hasta la fecha. Ha dejado atrás el rol secundario para protagonizar el virtuosismo de la transparencia. Traer a presencia a Marilyn Monroe. He aquí un reto. Y sin embargo, a través de Williams brilla una belleza que no puede representarse (porque toda belleza es única). Y hay tensión entre transparencia y presencia.

El cine inglés y el cine de Hollywood, el cine de sindicatos y el cine de libre empresa, el teatro clásico y la actuación del método. Todo en My week with Marilyn es tensión entre opuestos. Hodges sabe entretener y edificar.

Hay dos polos que me llaman la atención en forma particular. Norma Jeane habita en Marilyn Monroe (¿o es al revés?). Norma es la niña abandonada, la de asombrosa inteligencia, la que sabe utilizar sus carencias (incluso el hecho de ser considerada tonta por la única razón de ser hermosa) para llegar a la cima de Hollywood. Marilyn es una tontilla adorable, inocente, perversa, cara de nena y cuerpo de diosa. Las dos habitan el mismo ser que vive en esta película. ¿Y cuál de los polos devora al otro? Marilyn quiere ser actriz, Norma no la deja dormir; Marilyn quiere una familia, Norma quiere ser Marilyn (¿o es al revés?). ¿Quién mató a Marilyn Monroe? ¿Acaso fue Norma Jeane? Los diálogos tienen la elegancia de la simplicidad. Con pinceladas de dos o tres palabras reviven el universo de un personaje tan complejo como Norma-Marilyn-Jeane-Monroe.

El otro dúo particularmente interesante en My week with Marilyn es el de la tensión entre lo femenino y lo masculino. Sería demasiado fácil pensar que en esta película es Marilyn Monroe quien seduce a Colin Clark. Esto se da por descontado. La realidad es que el guión es tan complejo que a través de las referencias a las que apunta entendemos que es en verdad Colin quien seduce a Marilyn. Es Colin el verdadero “príncipe enamorado de la corista”, es él la parte erótica en un filme que no adolece de la presunción vulgar de revivir a Monroe. El objeto del deseo es aquí este muchachito que se transforma en el adorable seductor de una mujer atormentada entre Norma y Marilyn, un niño que, apenas aprende a besar, seduce a la mujer más solicitada del mundo. ¿Por qué? Porque se ha atrevido a verla con los ojos abiertos, porque ha dejado atrás Eaton, la aristocracia y el castillo de su padre. Colin quiere una vida digna del cine. Pero para crecer, ha de dejarse romper el corazón.

FICHA
My week with Marilyn (Mi semana con Marilyn). Dirección Simon Curtis. Guión Adrian Hodges basado en un libro de Colin Clark. Fotografía Ben Smithard. Música Conrad Pope. Con Michele Williams, Eddie Redymayne, Julia Ormond y Kenneth Branagh. Estados Unidos, Gran Bretaña, 2011.

sábado, 19 de mayo de 2012

Por: Fernando Zamora

Hace 37 años, en mayo de 1975, Carlos Fuentes asistió al estreno en Cannes de la película ¿No oyes ladrar los perros?, de François Reichenbach. Era la segunda vez que Reichenbach competía por la Palma de Oro (que nunca ganó). Competía por Francia y México porque ¿No oyes ladrar los perros? era una coproducción en la que nuestros nacionalismos se solazaban en el exotismo indígena. Fuentes adaptó el texto de Rulfo y dio ternura a una situación casi tan vieja como el triángulo edípico: un hombre carga en sus hombros a un niño que le pesa mucho. Esta sencilla premisa sirve a Fuentes como pretexto para iluminar, en continuidad con la escuela del realismo soviético (tan de moda entonces y hoy), el universo de los chamulas. Fuentes trabajó el original de Rulfo siguiendo las teorías de la caméra-stylo y el cine-ojo de Vertov, difuminando las fronteras entre realidad y ficción. ¿No oyes ladrar los perros? parece tan actual que podría volverse a presentar en Cannes el año próximo, junto a los directores iraníes, los nórdicos y uno que otro latinoamericano; es cine que, con bajos recursos, aspira a ser espejo de la realidad, muy en el estilo de Fuentes, quien escoge la exaltación como denuncia. Aquí, los chamulas son víctimas del racismo de los “ladinos”, de los mestizos. México los somete.
En el cuento de Rulfo, el muchacho que va en hombros de su padre es un criminal. En la interpretación de Fuentes, el niño representa el futuro segado y quien haya leído a Goethe entiende que, más que a Rulfo, Fuentes parece estar adaptando un poema del alemán. Las lecturas superficiales engañan. Podríamos pensar, por ejemplo, que Fuentes traiciona la posición de Rulfo al cambiar a un adolescente salteador por un niño. Al contrario: Fuentes aspira a una tradición mucho más amplia. ¿No oyes ladrar los perros? comienza con el relato bíblico de la creación entremezclado con el mito de los chamulas. Más adelante, mientras el padre va a buscar agua, el niño observa espíritus chamulas que vienen por él. Son como nahuales que quieren llevárselo al otro lado del río. Esta escena confirma la intuición de que aquí está el Erlkönig de Goethe: un hombre lleva a su hijo enfermo al doctor, el niño enfebrecido mira en los árboles al rey de los alisos que dice “Ven, hermoso niño, ven conmigo a jugar”. No es casual, por otra parte, que Fuentes y Reichenbach hayan situado la película entre los chamulas, tan relacionados con San Cristóbal. En el nombre del pueblito encontramos la más profunda referencia de Fuentes en ¿No oyes ladrar los perros?: San Cristóbal llevó en hombros también a un niño que le pesaba mucho, muchísimo. Era Dios, el creador del universo. Ni más ni menos. En esta película de Fuentes, Ignacio pesa por todo el futuro que la muerte le está negando.
Fuentes escribió unas veinte películas. Tal vez la más famosa sea Gringo viejo, tal vez la más importante sea El gallo de oro, tal vez la más recordada sea Pedro Páramo. Me quedo con ¿No oyes ladrar los perros? Aquí están sus búsquedas, sus imágenes, sus intereses artísticos, al menos en la etapa “más fílmica” de su historia. Hoy que Fuentes ha cruzado el río me pregunto si habrá escuchado ladrar a los perros.

viernes, 11 de mayo de 2012

El Armagedón de la intelligentzia

Por: Fernando Zamora

“Sé cosas —dice Justine en Melancholia—; que no hay vida más allá de la Tierra, que estamos solos y que nadie extrañará a la raza humana cuando desaparezca”. Este es, en pocas palabras, el credo de Lars von Trier, un gnóstico.
Con Dogma 95 Von Trier afirma saber lo que hace falta en el cine: más nouvelle vague, menos Hollywood. Entre los gnósticos no importan las contradicciones; luego de escupir al mercantilismo, Von Trier filma Dancer in the dark con Björk. Él sabe tanto que afirma: “soy el mejor director de cine del mundo”; el cinismo políticamente correcto lo aclama. En Dogville se burla de Estados Unidos, país al que odia. Nadie se pregunta por qué filma en inglés y con estrellas hollywoodenses.
En Melancolía Von Trier cree saber que el género humano apesta; en el Anticristo descara su misoginia, en Dogville revienta contra Estados Unidos, en Breaking the wawes Dios es el diablo. Recientemente dijo que Israel es un “pain in the ass” y que él la verdad compadece a Hitler. Como buen gnóstico, Von Trier tiene ideas radicales y a menudo malvadas. Su imaginario se alimenta con la belleza del odio; va a lo oscuro por lo más oscuro y al mal por el camino del mal. No conozco a ningún admirador de Von Trier que se haya detenido seriamente a analizar el contenido de sus películas. Le aplauden maravillados con la indiscutible belleza de sus imágenes y él, poeta maldito, vomita contra el ventilador. Pasolini escandalizaba con su vida de pederasta. Pocos vieron su contundente lucha contra el fascismo. Von Trier es él mismo un fascista, pero como su vida es impolutamente burguesa la intelligentzia sonríe con él.
En el imaginario medieval (imaginario muy querido a nuestro gnóstico director), el pecado de la pereza se llamaba melancolía. Y la melancolía en las descripciones de la época corresponde con lo que hoy entendemos como depresión. Justine no está melancólica, está deprimida. El carácter de la protagonista parece salido de un manual de enfermedades del siglo XIII. Von Trier, sin embargo, tiene una gracia con su protagonista: le concede que el mundo desaparezca con ella. ¡Qué placer para el megalómano confirmar que el mundo es un sin-sentido! Sí, que el mundo muera con uno. Efectivamente, a Hitler le hubiera encantado.
Melancolía es una hermosísima película. Desde el punto de vista narrativo, sin embargo, son dos historias mal parchadas: la historia de una loca depresiva (Justine) y la de una loca millonaria (Claire). La primera historia es una comedia agridulce de final anticlimático; la segunda historia es un Armagedón de vuelos intelectuales: el mundo está por desaparecer, Claire piensa que es buena idea subir a la terraza y tomarse un vino. “¿Escuchando la novena de Beethoven?”, pregunta Justine burlona (y uno siente ese desdén del director por todo lo que no sea él mismo). No. En lugar de Beethoven, Von Trier nos espeta a Wagner y en lugar de tomarse un vino en la terraza construye una casita sobre la hierba.


Melancholia (Melancolía). Dirección Lars von Trier. Guión Lars von Trier. Música Richard Wagner. Fotografía Manuel Alberto Claro. Con Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Ben Stiller, Robin Williams y Kiefer Sutherland. Dinamarca, Suecia, Francia, Alemania, 2011

viernes, 4 de mayo de 2012

Niños secuestrados

Por: Fernando Zamora
La infancia está sobrevalorada. Son tiempos en los que uno es muy frágil y lleno de dudas. Está uno impotente. Vi Play de Ruben Östlund y a la mañana siguiente seguía pensando en ella, en la cuna que se quedó estorbando en el pasillo del tren, en que esta cuna (cuya historia pareciera no resolverse) es la clave que cierra una película que incomoda un poco, pero se disfruta mucho. ¿Cómo es que tres niños suecos se dejan engañar tan fácilmente por cinco niños africanos? ¿Cómo es que se involucran con ellos tanto que se dejan secuestrar? ¿Qué sucedió con el niño que cargaba la cuna?
En una cultura como la mexicana (me atrevo a decir que también en la estadunidense) es difícil imaginar el extremo de esta situación: tres niños suecos (dos rubios y uno de origen latinoamericano pero aculturado) se ven abordados en un centro comercial por dos chicos africanos. “¿Me enseñas tu celular?”, pregunta el de aspecto más inocente. El rubio saca su celular, el otro dice: “Éste es el teléfono que robaron a mi hermano”. El truco es universalmente conocido. No es raro que alguien caiga, es raro lo que sucede después y que Östlund lo utilice para hacer un manifiesto político a favor de la integración cultural. Y el manifiesto no es tan obvio como parece. Podría uno confundirse, pero Play no adolece de vulgaridad. El director no usa caricaturas (buenos vs. malos) para que sintamos a lo largo de dos horas lo que viven los inmigrantes y quienes se rozan con ellos. No es fácil ni en una ni en otra parte. Hay un distanciamiento entre culturas que refuerza la ausencia de close-ups y el uso del tiempo real. Todo es de una elegancia y frialdad escandinavas.
Hay que notar que ni los suecos ni el latino (quien, como veremos, sigue siendo un extranjero) se atreve a decir la palabra ominosa: “negro”. Los únicos que la pronuncian son ellos: “¿Cómo te atreves a mostrarle tu celular a un negro que viene a pedírtelo? ¡Que te sirva de lección!” Los árabes-africanos saben lo que producen en los blancos europeos. Y se aprovechan de ello para provocar confusión.
Play es una de las estrellas del 32 Foro Internacional de la Cineteca. En ella vivimos dentro de una Europa que se cree secuestrada. Play retrata las ansiedades de una sociedad que, pionera en el descubrimiento de los derechos humanos, no sabe muy bien cómo aplicarlos. Esta intuición puede probarse con el escrito para prensa en el Festival Internacional de Dublín: “Play es la astuta observación, basada en un caso real de bullying”. El bullying es, por si alguien no lo sabe, un término que se ha puesto de moda en el mundo y que así, en inglés, se aplica al caso de niños y adolescentes que molestan a sus compañeros. Play no es un caso de bullying. El bullying se da entre pares. Quien crea que Play habla de bullying no ha entendido nada, pero los publicistas se niegan a usar otra palabra ominosa: “racismo”. Play es un profundo retrato de las sociedades occidentales, del roce obligado entre antiguos colonizadores y antiguos esclavos.


Play (Play. Juegos de hoy). Dirección Ruben Östlund. Guión Ruben Östlund y Erik Hemmendorff. Fotografía Marius Dybwad Brandrud. Con Kevin Vaz, Sebastian Blyckert, John Ortiz. Suecia, Dinamarca, Finlandia, 2011