Por: Fernando Zamora
@fernandovzamora
La
polisemia del nombre Leviatán
ofrece un interés que crece conforme el espectador comprueba que no son
gratuitos ni el nombre de la película ni la fama que entre críticos se ha
ganado. No es gratuita tampoco la referencia a Hobbes.
Leviatán
goza de dos herencias que el director sabe tejer: del teatro de Chéjov, el
director retoma la idiosincrasia eslava: las emociones desenfrenadas, el
alcoholismo y el amor en sus vertientes más carnales, pero del cine soviético,
Zviáguintsev retoma el gusto por el realismo, por los planos largos y los diálogos
que parecen desvariar. No lo hacen: en realidad ilustran. Pero no como ilustran
los diálogos en una mala serie televisiva, al contrario. Gracias a una serie de
charlas aparentemente sin importancia, el guión dibuja formas de entender el
mundo: los miedos y los deseos de los protagonistas emergen como el mítico
monstruo del mar.
Hay
un solo momento en que el director se permite “algo”: una toma que no adolece
de realismo. Roma, un muchachito deprimido camina por la playa. Nos encontramos
con él a un gigantesco esqueleto. Arrojado sobre la arena están los despojos de
una vida sin sentido. Aquel esqueleto parece confirmar el estado de ánimo de un
niño que está por crecer para reproducir las injusticias que retrató Chéjov,
esas que el socialismo negó y que hoy Zviáguintsev ha vuelto a denunciar. Hobbes
en esta historia tiene razón: el ser humano es hijo del mal.
La
narrativa tiene ecos del teatro ruso. La hermosa propiedad del protagonista
está a punto de ser incautada por un alcalde sin escrúpulos. Nuestro héroe
tiene, sin embargo, a un amigo con el que, años antes, peleó en Afganistán. El
amigo es abogado y, por si fuera poco, galán. Sin duda el abogado desea hacer
justicia y evitar que a su compañero le incauten la propiedad, pero se
encuentra con el alcalde y, peor, con sus propios instintos malignos. Este
hombre que pudiese haber salido de una película hollywoodense comienza a dar señales
de que Leviatán, sinónimo de Satán, monstruo que inspiró a Moby Dick, vive
también en él: en el justo abogado soñador. La conclusión salta a la vista y
rompe con cualquier posible lectura convencional. El hombre que quiere justicia,
la mujer impetuosa y el hijo que sabe amar, todos ellos están contaminados por
el mal. Como en poema de Baudelaire.
Leviatán
ofrece, como sucede cada determinado tiempo en el cine ruso, un comentario
agudo contra el estado de las cosas en el país más extenso del mundo. Como resultado,
uno se entera que las cosas no cambian demasiado. Ni el comunismo ni la caída
del comunismo han evitado la corrupción porque (lo sabía el Hobbes que escribió
su Leviatán) no hay sistema político
sin fallas. Tal vez la única salvación esté apuntada en el inquietante retrato
de un Putin que mira al abogado y al político corrupto cuando se enfrascan en
alguna discusión: la tiranía es el único sistema de gobierno justo porque solo
un tirano es capaz de aplastar al Leviatán que vive en el corazón de sus
criaturas despreciables.
Leviatán (Leviathan) Dirección: Andréi Zviáguintsev. Guión: Oleg Negin y Andréi Zviáguintsev.
Fotografía: Mikhail Krichman. Música: Philip Glass. Con Elena Lyadova, Aleksey Serebryakov,
Vladimir Vdovichenkov y Roman Madyanov. Rusia, 2014.
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