viernes, 1 de febrero de 2013

Guerras políticas



Por: Fernando Zamora
Pocos autores pueden decir en Estados Unidos que el Oscar no tiene importancia: Hitchcock, Chaplin, Kubrick. En los años ochenta, comparar a Spielberg con cualquiera de ellos hubiese producido burla: ¿El autor de E.T.? ¿De Tiburón? Cuando estudiaba en el CCC, se me enseñó incluso a pensar en Spielberg como en un director menor, uno de esos que llaman pomposamente “de cine comercial” (frase hueca). Más adelante, ya en Columbia University, Richard Peña, director de la filmoteca del Lincoln Center, nos pidió analizar una secuencia de El Imperio del sol. Con la seriedad de quien estudia una sonata de Beethoven, vimos plano por plano la secuencia en que Jim cree haber provocado un ataque japonés. Cuando se estudia la forma en que un maestro del tempo (cine y música se juntan aquí) trabaja, deja uno de pensar que es desmedido comparar a Spielberg con Chaplin. Puede uno compararlo ahora con Mozart.
Lincoln no aspira al Oscar. No aspira ni siquiera al negocio. Cuando Spielberg quiere un Blockbuster lo saca como un mago de la chistera. Lincoln aspira a ser un documento que, en la historia de Estados Unidos (ojo, no la historia del arte, la Historia con mayúsculas) tenga la importancia de, digamos, la obra del historiador Howard Zinn. No importa ni es raro, por tanto, que la película sea tan larga, que tenga diálogos tan especializados, que exija del espectador tanta cultura y tanta inteligencia para entrar en las batallas políticas que suceden lejos de las batallas militares de la Guerra Civil. En más de un diálogo (y en más de una secuencia) Spielberg se inspira en el Julio César de Shakespeare. Los enemigos de Lincoln, como los enemigos del César, lo acusan de tirano. Y tienen sus razones: el poder federal está violentando el derecho de cada estado de regirse según sus propias leyes. Si para César era importante la creación de una dinastía que pusiese orden en el Imperio, para Lincoln es importante una enmienda constitucional que ponga orden en el imperio americano. No se trata solo de la abolición de la esclavitud; se trata de ser radicalmente congruentes con la idea de “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.” Esta es la lucha de Lincoln y para ello, como César, tiene que tomarse atribuciones, hacer alianzas con viejos enemigos, cabildear y, en suma, hacer política.
Daniel Day–Lewis y Sally Field han construido personajes a la altura de los mejores de su carrera y Spielberg, como suele, se retrata en el personaje de un niño: es el hijo de Lincoln, lleno de dudas. Este personaje, en apariencia secundario, recuerda a esos héroes accesorios que, en Shakespeare, inspiran tantos tratados.
Es gracias a la mezcla de gran política y firmes convicciones religiosas que Lincoln revolucionó el  mundo. Lo mismo sucede con Spielberg. Toma sus convicciones y hace con ellas un cine que aspira a volverse documento de una de las grandes batallas políticas en la historia humana.

Lincoln. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Tony Kushner. Música: John Williams. Fotografía: Janusz Kaminski. Con: Dalien Day–Lewis, Sally Field y Joseph Gordon Levitt. Estados Unidos, 2012.

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