Fernando Zamora
@fernandovzamora
“Hubo alguna vez un leñador”; con estas palabras comienza
el 35 Foro de La Cineteca.
A mí el cine japonés de animación me abre la mente en flor de
loto. Kaguya va de un cortador
de bambú que un día encuentra a una princesa tan pequeña que cabe en la palma
de la mano.
El estilo visual está más cerca de un Hokusai influido
por los pintores flamencos del XVII que de los maestros del anime japonés. El dibujo juega
con la delicadeza de pinceles de diverso grosor.
La tradición occidental trae a memoria las Metamorfosis de Ovidio. Kaguya se
transforma en una muchacha ante los ojos de sus padres adoptivos. Aquí está la
belleza: no es necesario explicar lo que no tiene explicación. Arte es metamorfosis.
La princesa crece, se enamora, se vuelve una
delicada mujer de sociedad en el Japón medieval. La música acompasa las escenas
—otra vez— en sintonía perfecta con el arte que Japón hizo suyo cuando Estados
Unidos los abrió al capitalismo a cañonazos.
Comparar esta historia con los cuentos de Kurosawa resulta
fácil, pero creo que sus orígenes están en una tradición aún más rara. Oriente
y Occidente aquí se mezclan. Kaguya
tiene mucho de Puccini (más que de Kurosawa). Kaguya es Turandot.
En el pueblo de lo padres adoptivos de Kaguya, los
niños son campesinos. Pobres, pero no miserables. Ha comenzado a surgir, sin
embargo, una clase nueva en la isla. Burguesía. El padre de la niña quiere
usarla para comprar un título nobiliario. Pero, ¿una princesa de cuento de
hadas oriental puede tener el espíritu de un Barry Lyndon burgués? Yo creo que no.
Los colores de la película gozan de algo muy de
Europa, de cuentos infantiles del XIX, aunque el final no puede ser más
asiático: música, danza y deidades parecen venir marchando desde India hasta la Isla del Sol Naciente.
Si un poema puede ser interpretado no merece ser
dicho. Así decía un maestro del haiku. Tal vez esta sea otra razón para gozar
(que no interpretar) las desventuras de una princesita que padece el tránsito entre
el feudalismo y el nacimiento del Japón burgués.
Esta primera película del Foro tiene la fuerza de
los cuentos de hadas que en diferentes tradiciones enseñan a los niños del
mundo a amarse a sí mismos. Así se amaban antes. La naturaleza (me ilusiona
imaginarlo) era más sensual en su estado salvaje. Y es que la virginidad que
desea Kaguya no parte de la gracia sino de la naturaleza salvaje. Ella no va a
someterse.
No puede haber amor en la isla del millón de dioses.
A veces Kaguya es una niña, a veces una princesa, a veces una campesina. Lo mismo
sucede con su verdadero amor, ese que recuerda al héroe de Turandot. Y es que
como la princesa en la ópera italiana, Kaguya solo puede amar a alguien tan
salvaje como ella, alguien capaz de darle un nombre. Su verdadero nombre:
“pequeño bambú”. El nombre de los príncipes burgueses es falso como la
caricatura de un Japón que no ha dejado de ser crisantemo y espada: amor
imposible y dioses incognoscibles. Kaguya
es poesía que imprime en su narrativa la perfección de un dibujo que no vale la
pena interpretar. Hay que gozar.
Kaguyahime no monogatari (La
princesa Kaguya). Dirección:
Isao Takahata. Guión: Isao Takahata
y Riko Sakaguchi basados en el cuento “El cortador de bambú”. Japón, 2014.
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